Sin duda alguna, esta obra de Miguel de Unamuno, pese a la sencillez que
la trama ofrece, se esconde un trasfondo filosófico que abarca temas sobre el
amor, la libertad… y según vamos descubriendo la novela, se mezclan tanto
ficción como realidad con la apariencia que la novela brinda al lector. Esta
apariencia se nos muestra mediante una niebla
que envuelve el juicio de algunos personajes y que vemos cómo en cada cosa que
nos cuentan existe un vaho detrás, el cuál ellos presuponen y ciegan sus
acciones y decisiones. El libro difumina la línea entre la ficción y la
realidad. También existe esta niebla
en las descripciones físicas de los personajes y lugares, y pone en duda la
naturaleza de la existencia humana.
Como sugiere el título Niebla, esta obra borra la línea entre la realidad
y la ficción. Unamuno se mete dentro de la ficción y el protagonista descubre
que es sólo un ente de ficción. Coloca al lector en una posición donde un Dios
– en este caso Unamuno – está destruyendo un mundo, una apariencia, la suya.
Vemos cómo hace ver a un personaje; a una creación puramente suya, que su vida
no tiene sentido más allá de lo que su autor piense. Vemos durante la obra
referencias del alter ego de Unamuno durante la nivola, Víctor, a que él dejará correr libres a los personajes, que
no habrá nada premeditado; que escribirá aquello que les vaya ocurriendo a sus
personajes. Pero Unamuno traiciona su apariencia y, una vez desmembrada, acude
la realidad en ayuda a la ficción. El puente entre ficción y realidad nunca ha
sido tal, lo que lo separa es un muro llamado apariencia. Unamuno lo rompe e
introduce la realidad, que no es otra cosa que él mismo conversando con su
ficción. Se deja evidente que la realidad del escritor era parte de su
apariencia y era parte de su ficción. No era más que una proyección paralela y
que en cualquier momento se pueden cruzar. Pero el lector no está acostumbrado.
El lector lee desde la comodidad de su realidad. Sabe que lo que lee no es la
realidad. Pero en ocasiones las apariencias engañan. En Niebla nos encontramos
ante un desafío, nos encontramos ante la incursión de realidades en ficciones.
Transiciones poco comunes y disparates de los que te das cuenta demasiado
tarde, justo cuando has acabado la última página del libro. Nos encontramos
ante una especie de metalingüística de carácter literario. Pero después de lo
explicado podemos incluso hablar de metafísica. En cada monólogo existe
entonces una metafísica ajustada por la apariencia del propio escrito, que
evoluciona entre las páginas hasta llegar al punto inicial de todo; al propio
Unamuno.
Somos testigos de la escisión directa entre autor y obra. Cuando se
alcanza el capítulo XXX de la novela comienza el derrumbe. Todo conocimiento y
toda creencia que pudiera llegar a tener el personaje es desechado por su
creador. Nada es verdad para el personaje si es que tuviera realmente algún
conocimiento más allá de las palabras que su fundador pusiera en su boca.
Pero resulta, que el propio Unamuno reconoce saber lo mismo que su
personaje. La diferencia de roles no existen realmente entre el escritor y el
personaje. Realmente toda la obra es un uno. Lo único que sabe y conoce el
lector es que la obra tiene un personaje y un autor y que estos no deberían
interactuar. Pero esto ocurre, interaccionan y convierte todo en una creencia.
Unamuno creyó en dejar transcurrir a sus personajes. Creyó que cada
conversación sería espontánea y que sería el personaje el que diera
conocimiento a la obra. Que en definitiva, fuera la propia obra la que se
hiciera, Unamuno solo escribía. Sin darse cuenta y cegado por esa creencia nivolística que crea, se da cuenta de
eso no es posible, que sus personajes son él al fin y al cabo y que puede hacer
lo que quiera con sus personajes. Nada es por casualidad. No se pueden adquirir
conocimientos de la nada pero sí creencias. Seguimos a las creencias en
ocasiones más que al conocimiento puro. Esto a veces lleva a una ruptura entre
realidad y ficción. A Niebla le ocurre lo que le ocurre a Unamuno y viceversa.
Esta bicondición es resumida en el creador de ésta interfiera en su ficción
tanto en cuanto es su realidad. Porque el escritor sí conoce su propósito y
pretende que su novela no. Pero nunca ocurre, o al menos a priori. En este
punto, Unamuno reflexiona mediante su personaje sobre su propia existencia y
revierte la fórmula. ¿Y si él fuera un ente ficticio que justificase la
existencia de su personaje?
El sentimiento trágico y existencialista de esta obra nos ayuda a
comprender a Unamuno y por ende a sus personajes. Podemos adivinar la voluntad
del vasco mediante sus diálogos y monólogos y ésta no es otra que la vida y la
muerte. La razón de la vida es la muerte, y la muerte es la única forma que
tenemos de sentir nuestro destino, el mismo para todos. Unamuno hace aparición
en la novela cuando Augusto se plantea el suicidio. Ve necesario aparecer en
este momento y no en otro, ni siquiera en los momentos junto a su álter ego,
Víctor. La voluntad de Unamuno es la voluntad de un Dios. Es tener la vida de
alguien en tus manos; destruir tu propia creación. Pero esta muerte es
necesaria según la razón de la vida misma y de la voluntad última de Unamuno o
de cualquier persona. Y la muerte no se puede arreglar ni siquiera en la
ficción, ni siquiera tras las apariencias. Escribe muy acertadamente al igual
que si muriera Augusto y lo intentara resucitar no podría, al igual que no
podría resucitar a Don Quijote. Este sentimiento trágico sobre la vida no es
novel en la obra de Unamuno
- incluso le dedica una obra completa “Del sentimiento trágico de la vida” – por lo que podemos adivinar
los propósitos del vasco hacia sus personajes. Al final lo que vemos es una
discusión “conciencia vs conciencia”. Unamuno contra Unamuno. Calzón rojo
contra calzón rojo. Una pelea donde se busca persuadir a este sentimiento malicioso
y al destino mortal que a todos nos espera. También se busca una solución a
esto y en la novela hay múltiples ejemplos tales como el matrimonio, el amor,
la libertad…
Estos ejemplos se dan en ocasiones como una apertura de mente para el
personaje, para una mente creada artificialmente. Estos resortes, como también
se les podría llamar, ocurre en el propio Augusto, el cual comienza a entender
la vida de otra manera después de enamorarse de Eugenia. Sus actos ya no serán
libres, sino que serán presa del enamoramiento. La cuestión aquí planteada es
de una metafísica muy grave. El propio Augusto se sorprende ante su propio
resorte. La vida le ha llegado mediante el amor, ese amor que únicamente es un
objeto de narración para su creador, pero que a la vez permite a este último
divagar sobre sus propios pensamientos. No hay determinación para el personaje;
el fin del personaje lo halla en el fin, en el motivo de su creador, del
escritor. Por tanto la nivola es nada, simple y llanamente. La nivola es única
entonces. Nadie más podría hacer una nivola excepto el propio Unamuno y una
única vez. Niebla es un ensayo de la libertad; es un ensayo sobre la libertad
de los acontecimientos y del azar que finalmente concluye en esa destrucción de
sí misma. El escritor no puede dejar escapar su nivola porque le pertenece.
Tiene que finalizarla pero eso puede ser el fin de la libertad. En el momento
en que Unamuno tiene/debe que matar a su creación, se convierte en un Dios; se
convierte en el ser que da y quita vida a su antojo. No hay libertad en nada de
esto. La nivola es el gran ensayo; la puesta en escena de una realidad, de una
apariencia o de la ficción misma. O de todo a la vez.
Se pregunta así Augusto sobre Unamuno, que si no es el propio Unamuno una
creación de algún otro escritor. De un escritor o de un Dios benevolente que ha
dejado dar rienda suelta a la realidad de Unamuno y que así nació Niebla.
Augusto se pregunta sobre si no es el propio Unamuno la justificación del
propio Augusto. Es decir, podría haber una determinación para toda la nivola,
pero no la hay. No más allá del propio Unamuno, que juega a ser Dios.
Para mí esto trata de poner en un ring y sin guantes al escritor con lo
escrito. Se trata de una búsqueda ficticia en la realidad más clara. Se trata
de buscar a ciegas para chocarte contra ti. De cómo crear y de cómo descubrir
mediante la escritura, que tu mente puede ser una deidad para otros. Esos otros
son tus personajes que reflejan – como hemos visto antes – en última instancia
a tu propio yo. Unamuno realiza una introspección plena al incluirse él mismo
en la trama. De dotar a su personaje de herejía contra sí mismo para
reflexionar. Matar es Dios es suicidarse, por lo tanto Dios matará a sus
creaciones. No me cabe duda de que Unamuno era el Dios de Niebla. De todos sus
personajes; de cada uno de sus pensamientos. Dejó ver que su creación fluía
entre mentiras de unos y misericordias de otros. De gratitud o de deseos de ser
libre. De amar y de querer ser amados. Unamuno describió su realidad y la
padeció creándola. La padeció tanto que hizo que su personaje doliente,
Augusto, quería suicidarse. Pero Augusto tuvo una visión y recuerda de manera
remota un ensayo de un tal Unamuno que le hace ir a visitarlo. Unamuno es Dios
y por lo tanto Augusto visita sin saberlo a su creador. Unamuno va a matarlo y
al hacerlo, se da cuenta de su poder como Dios. Percibe la vida de su creación
palpitante en la pluma y decide actuar. Unamuno traslada esto a la realidad más
pura según sus vivencias y ser él el “Augusto” de algún Dios. Esto le lleva a
ese existencialismo, a ese que unos años después y de la mano de Roquentin y un
tal Meursault iba a hacer preguntarse al ser humano sobre su mera y vana
estancia en este mundo de realidades. En este mundo de dioses y creaciones. De
vida y de muerte. De escritores, y escritos…