—
Étient la lumière, mon coeur, et viens à mes genoux —.
Cerraba la llave del
circuito y ella quedaba iluminada azul eléctrico emanente del televisor
antiguo. El motel en Bayona, sus calcetines largos y gruesos arremolinaban el
calor bajo la espesa manta de cuadros. Janné jugaba con mis pies desnudos y
momentáneamente fríos. Veíamos mucho cine en aquella época y cada domingo
quedábamos para las visiones. Luego de estas salíamos con sus amigas.
—
Ça alors, mon coeur, -decía– no entiendo
estas películas de Fincher, ni esta sobre pintura —. Venía hasta mi nariz, casi
la tocaba, ça alors–mon coeur. Como yo tampoco acababa por entender las películas, hacía ver
que sí.
—
Verás, papillon, sólo tienes que imaginar a Garcilaso como estamos tú y yo, con
la playa al fondo, y folios, y bolígrafos…
—
No entiendo, ange, –nunca acababa de asir las palabras, los salvavidas que le
lanzaba– ¿como nosotros?
—
Sí, sólo eso. Garcilaso viajó a Bayona para ver largometrajes.
—
Perds du temps — se incorporaba con vehemencia, desarropándome, rozando sus
calcetines con mis pies hace un momento calentitos — Garcilaso no fue un
Rimbaud, mec, si es lo que me quieres decir.
Era
fácil. Demasiado para aquella situación, no acababa por entender… Seguramente
Unamuno tampoco fue un Diderot, ni siquiera un Maupaussant. Mon coeur, mon
paradise, papillon papillon. Cuando encendía la luz, la lumière lumière, se
crispaba un poco apuntillando sus gafas gruesas y negras. Se alzaba
desperezándose, disfrutando de la caída y del pelo rubio ceniza fulminantes por
su espalda marcada. La línea curvilínea a placer de las vertebras contraía sus
caderas, levantaba los brazos unidos en un lazo con los dedos, sonreía con los
ojos cerrados y hacía un sonidito animalesco de satisfacción.
En
verano, los amores son siempre más cortitos porque las noches son fresquitas,
luego en otoño cogíamos el tren hasta Saint-André des Feuilles, de nuevo al
sofá, a la manta de cuadros, a la incomprensión mutua y queridísima. Nada más
acabar la maratón de películas, Janné y yo amasábamos y preparábamos pizzas
caseras. Se manchaba continuamente, amasaba, amasaba. Ella me habla de sus
padres en Lyon y de cómo volverá algún día con un libro bajo el brazo, siendo
alguien, pudiendo decir con autoridad fraternal no plus baiser, mon père. Mientras las masas se cocinan en el
horno, me lía cigarrillos advirtiendo siempre que no son buenos para mí.
—
Muerto no escribirás nada, mon coeur, fúmatelo lentement.
Yo
le hacía caso, fumaba lento, viendo la masa retorcese, moviéndose bajo nuestro
sol flamable, eclosionante. Movimiento… Oh tu padre, papillon, vaya señor. Si
vieran todo lo que haces… como te mueves, petita. Mis acometidas siempre eran
suaves con ellas, necesitaba ver como se complacía con la palma de sus manos
por mi espalda. La recojo y la subo a la encimera, quedando entre sus piernas
que me rodeaban por completo. Acometidas, se précipiter. Apagaba el horno y el
olorcillo nos llegaba a los dos. Janné sigue sentada en la encimera, viendo
cómo me muevo, cómo recorto la simetría del perejil, de la carne picada, el
humo intangible que sube…
—
La celeridad de la rampa — continuaba
yo, llevándole una porción.
— La célérité de la rampe — repetía acercándose con las manos
sucias por la harina.
—
L’énorme passade de courant — me
encantaban las erres de Janné.
—
El enorme flujo de la corriente — continuaba
recitando, a una respiración de la suya.
—
Arrastran, por entre las luces inauditas
— la acercaba a mí cogiéndola por el lado derecho de su cadera. Besaba
lento.
—
Tengo una pregunta que hacerte, mon coeur — me dijo al separarnos, quedaba sólo
un verso del poema y el borde de la porción — Est-ce ancienne sauvagerie qu’on pardonne?
Sonreía
y se dejaba llevar de aquí para allá, las pizzas listas, hay que parar,
papillon, o se nos va a turrar la siguiente. Janné reía por la palabra turrar,
comíamos, bailábamos, movimiento. Mientras tanto yo seguía pensando la
respuesta…