I.
En la urbe cada esquina es ratón.
Guarida de Sófocles, nacimiento de
la tragedia.
Llora; sintetiza un vestido azul en
rojo.
A ella le encanta el rojo de la
sangre.
Le gusta apoyarse bajo un farol y
fumar cigarros.
Cuenta escenas de Shakespeare como
si fueran dígitos.
La gente reía con su método
proponiendo limosnas.
Propinas que gastará en limones por
aquello de su voz.
Subiendo el cuello de su gabardina,
sofocla por Zanzíbar.
II.
Dos bares abren sus puertas para
los fantasmas.
Esos fantasmas perdidos o encajados
en un televisor altivo.
El camarero sirve vasos
minuciosamente, casi artístico.
A ella le encanta robar tragos.
Mesa por mesa cuenta sinfonías de
Mozart con una flauta de pan. Reúne varios tragos y acaba borracha.
Entonces baila el gran Réquiem.
III.
A la comedianta le gusta el jazz
suave.
También el country adulto.
Le gusta afilar grandes cuchillas.
Convertía sus dagas en espadas
invencibles.
Escribe pequeño poemas.
Reparte novelas de sus vicios.
En el teatro ella reluce su ser.
Piensa en lenguas muertas y les da
vida.
La gente ríe cuando esto pasa.
Digamos que le gusta gustar.
Se hace notar con escalas
cromáticas
o cuando el Sol muere.
A veces se va a las vías oxidadas a
mirar el cielo.
IV.
Por una vez no quiso ver a nadie
reír.
Lo hizo como nunca. Recitaba un
verso:
“El cráneo se hunde en Amor”.
V.
Algo de aquel verso que leía
se fue con el último hastío.
Pensaba en ese cráneo desde el
suyo.
La que hace reír quería reír para
sí.
Toda Zanzíbar reía por ella.
Por sus novelitas, obritas o Poemas…
Sucumbió y sonrió al encubrir su
poema.
Describía que el amor la mató por
reír.
Que eso invadió todo su ser.
Se sintió farsante en las tablas.
Como si el amor quedase encerrado en su cráneo.
Real.
Sonrió, esta vez y sólo esta vez,
por ella.